Invocando una política de "solidaridad con el pluralismo ideológico" en el subcontinente americano, la administración de Rafael Caldera practicó la distensión con la Cuba de Castro si bien nunca llegó a restablecer las relaciones diplomáticas rotas en 1959, honor que recayó en el jamás bien ponderado Carlos Andrés Pérez, uno de los presidentes más honestos que dio la patria de Bolívar.
En las Navidades del 73 – como para irnos acostumbrando a la presencia de castristas en Venezuela – el gobierno de Caldera invitó al equipo cubano de pelota a un partido amistoso con la selección venezolana en el Estadio Universitario de Caracas. Hacía 14 años que el venezolano no veía a un castrista caminar “libremente” por Venezuela y nosotros, que llevábamos 12 años exiliados en este país, estábamos asombrados. “¡Fin de mundo!”, gritó “Yoya” de Cárdenas de Smith, mi compañera de trabajo en la Distribuidora Rialón, empresa de representaciones de mi padre: “¡esto es comunismo!”, remató en una de esas charlas tan jacarandosas que solíamos tener, robándonos el tiempo laboral de mi estricto y productivo progenitor. Tenía yo 23 años y la “Yoya”… un poco más.
Aquella noche recibí un telefonema de Salvador Romaní convocándome para una reunión “URGENTE” a la cual – por Cuba y por Venezuela – no podía, según él, faltar. A la mañana siguiente pedí permiso en el trabajo y me presenté en el apartamento del eterno líder anti-castrista cubano-venezolano. Había ya una docena de muchachones esperándome y ansiosos de entrar en materia. Siempre que Romaní nos convocaba, había “acción patriótica” de mayor o menor intensidad, dependiendo del caso.
Apenas entró en materia nuestro venerado líder, sabíamos que aquella misión que se nos encomendaba sería tremendamente “movida”. Dos miembros del equipo cubano de baseball, pedirían asilo político y se quedarían en Venezuela. Nuestra misión – de llegar a aceptarla, cosa que siempre hacíamos – era tirarnos al campo de pelota y proteger con nuestras vidas – de ser necesario – la huida de estos dos cubanos. Los detalles de aquella acción casi bélica, recayó en un experto en evasiones, a quien Romaní le cedió la palabra.
Fue un viernes por la noche. La colonia cubana en pleno se encontraba ya en el Estadio Universitario, en el mero corazón caraqueño. Allí creo acordarme haber visto entre muchos otros, a Roberto Fontanillas, Aldito Ferro, Eric y Dario de la Vega, Raolito Bermúdez, Rafael Chinea, Raulito de Cárdenas… y – si mi memoria no falla – al propio Fausto Masó, muchachón él.
Mi grupo constaba de mis padres, mi hermano Ricardo, mi novia Siomi (con quien luego formaría un hogar) y nuestros compañeros de trabajo en Rialón, entre quienes estaba la “Yoya” de Cárdenas de Smith quien había asistido con su esposo, el “Gran Teyo Smith” (“El Lobo Plateado de Bello Monte”), hoy lamentablemente fallecido. Todos nosotros íbamos con la bandera tricolor venezolana en las manos… la mía estaba atada a una cabilla de ½” forrada en fieltro, muy apropiada para “proteger la huída” a los dos peloteros cubanos que querían quedarse en tierras de libertad.
El estadio estaba totalmente abarrotado de comunistas universitarios que habían llegado a las gradas cargados de banderas cubanas y afiches del Che y de Castro. Aquella noche prometía ser una de las más emocionantes del mes de diciembre del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1973.
La emoción comenzó cuando nos pasó por delante la comitiva cubana, entre la cual venía una niñita de unos 10 años, vestida con los colores martianos. Fue la primera vez que intervino la policía. Mi padre aprovechó el conato de “entrompe” para agarrar a la niña por los brazos y decirle con llantos en los ojos: “¡Tú no conoces lo que es una Navidad, niñita…!” ¡Qué locura!, pensé yo. De todas las cosas que un viejo cubano exiliado en Venezuela le pudo haber dicho a una niña cubana recién salida del comunismo, mi padre tuvo que escoger aquella terrible sentencia. Es verdad, la niña – quien lo miraba tremendamente asombrada – no sabía siquiera el sentido de la palabra. La policía puso orden antes de que se prendiera un zaperoco y los “cubanos-de-Cuba” (nosotros éramos “cubanos-de-Venezuela” y para los comunistas de las gradas, “cubanos-de-mierda”), tomaron posición allá, bien lejos… entre la chusma “ñángara” universitaria.
Comenzó el juego. A cada hit del equipo venezolano, los cientos de “cubanos-de- Venezuela” gritábamos: “¡Viva Venezuela, viva Simón Bolívar, viva la democracia y la libertad…!”, la “Yoya” – de un inmenso y muy cubano corazón – gritaba: “¡Abajo el comunismo, abajo Fidel Castro…!”
Lo inverso sucedía cuando eran los cubanos quienes metían un batazo: “¡Viva Fidel, viva Cuba!”, gritaban los miles y miles de comunistas venezolanos que atiborraban el estadio, el cual se venía abajo cada vez que los castristas hacían algo bueno dentro de aquel juego que prometía ser estupendo… muy cerrado.
Mi atención era compartida entre aquel juegazo y nuestro “manager”, Salvador Romaní, quien a una señal suya nos indicaría el momento de entrar en acción. A mí me tocaba la tercera base y tenía que reventarle la cabeza al primer comunista que se parara delante. Tendría que romper muchas cabezas aquella noche, pensaba yo, porque el lugar estaba repleto de comunistas. En toda mi vida jamás había visto tantos “ñángaras” juntos en un mismo lugar. Esperaba que Romaní tuviera ya pensado un plan de evacuación, – no solo para los jugadores cubanos, sino para todos nosotros –, porque por lo que yo analizaba, iba a ser tremendamente difícil abandonar aquel estadio saturado de tanta gente enemiga.
El juego se empató en el tercer inning y continuó así hasta el séptimo. Romaní nada que hacía su seña. Se había puesto una gorra de los Yankees la cual se quitaría cuando llegara el momento adecuado. Uno de los dos peloteros que se asilarían era el pitcher, quien estaba esa noche “por la goma”. Lo menos que podía hacer por la libertad, era no “pitchear” tan bien… pensaba yo. La selección venezolana era un verdadero trabuco y finalizando el séptimo inning metieron el primer home run del partido, colocando al equipo de los buenos en la delantera. Los “cubanos-de-Venezuela” recuperamos nuestra fe en la democracia y en Dios. No era posible que aquel juego fuese ganado por el comunismo. “¡Viva Venezuela, viva Simón Bolívar, viva la democracia y la libertad…!”, eran nuestros desaforados gritos en aquel combate entre el bien y el mal.
En eso veo que Romaní se voltea hacia donde estábamos nosotros y nos llama con un ademán muy conspirativo. Había recibido una contraorden y la misión quedaba cancelada. Todos fingimos decepción y nos aprestamos a regresar a nuestras sillas para disfrutar aquel juego que ahora prometía sería histórico, como en efecto lo fue.
Venezuela iba ganando tres a dos cuando entramos en el noveno y último inning. El turno al bate les correspondía a los cubanos. Nosotros, los “cubanos-de-Venezuela” estábamos sobrados. Dábamos por un hecho que Cuba sería derrotada en su intento de arrebatarnos la nueva patria que con tanto dolor y esfuerzo habíamos conquistado. Aquello, más que un juego de pelota, era una reafirmación de nuestra dignidad como exiliados. Entonces sucedió lo inesperado. Con dos out encima, el turno al bate le correspondió a un cubanito más retinto que la noche oscura. No era muy alto pero de una corpulencia impresionante, “trabaíto”, como le decíamos en Cuba. Esperó la mejor bola y se oyó un sonido seco y fuerte, un sonido que jamás podré olvidar. La bola se fue elevando por el “right field” y comencé a vivir el momento en cámara lenta…
La bola se fue, se fue, se fue… y se fue del campo. No sé a dónde fue a parar, pero no era de extrañar que hubiera caído en el cerro del Ávila… o en el Mar Caribe. Le vi la cara a mi hermano y era un poema. En el medio de aquel batazo vi que la “Yoya” se paró y se agarró de mi cuello como pudo para encaramarse peligrosamente en su silla. La vi levantar sus brazos con los puños de sus grandes manos cerrados al tiempo en que gritaba desgarradoramente hacia ese cielo común para ambas patrias: “¡Viva Cuba, coño!”
Los comunistas venezolanos no se oían ya, a Romaní lo vi brincando en una pata y yo – todavía en mi cámara lenta – enfoqué a aquel pelotero por cuyas venas corría mi misma sangre. Venía corriendo con orgullo de tercera a home. Él me miró a los ojos desde aquella distancia que ahora se acortaba en nuestros corazones y al llegar a home lo vi lanzar su gorra soviética con los colores de Cuba hacia nosotros, los “cubanos-de-Venezuela”.
Me lancé por encima del tumulto con la única y sagrada misión de alcanzarla. Miraba a la gorra volar por los aires y lo miraba a él, pendiente de mi esfuerzo. Cuando pensé que la perdería, sentí en las yemas de mis dedos un objeto suave enredarse en ellas, ¡era la gorra de mi patria!, me la había lanzado mi hermano, aquel cubano que puso el nombre de Cuba en alto, sin importar su ideología o la mía. Al tocarla me había convertido, como por arte de magia, en lo que siempre había sido, “un cubano-de-Cuba” separado de mis hermanos por el odio sembrado entre nosotros por la fuerza del más impensable mal.
El juego se empató y fuimos a extra inning. Ahora cada quien blandía su propia bandera. Los venezolanos gritando por Venezuela y los cubanos – todos los cubanos – gritando por Cuba, como debió haber sido siempre de no haber caído sobre nuestra noble tierra aquella eterna pesadilla que dividió la patria en dos toletes.
El juego terminó a favor de Cuba, pero Venezuela salió de él con la frente en alto. Había durado catorce inning y nosotros tendríamos, por lo menos, treinta años más de exilio por delante. De aquella noche me quedó una gorra cubana hecha, posiblemente, en Rusia… y un corazón todavía más cubano.
El Hatillo, 18 de febrero de 2002